Nunca planeé convertirme en corredor. De hecho, durante años consideré el trote una práctica sin sentido. Mi deporte era el tenis: lo jugué durante mucho tiempo, con mucha frecuencia —más en cantidad que en calidad, si soy honesto—, y jamás me pasó por la cabeza cambiarlo por otra disciplina.
Todo comenzó a principios de los 2000, cuando Tita —mi esposa— empezó a trotar con dos amigas. Me insistió varias veces para que la acompañara y, un día, accedí. Salí con ellas… y no fui capaz de aguantar ni 200 metros. Sentí pena, frustración y una chispa de orgullo herido que fue suficiente para motivarme a volver a intentarlo. Al día siguiente salí de nuevo, esta vez solo, decidido a llegar un poco más lejos. Así lo hice, paso a paso, metro a metro.
Lo que al principio fue un reto personal para no quedarme atrás, se convirtió rápidamente en una pasión. Dejé el tenis sin mirar atrás. Comencé a trotar con regularidad, conocí a otros corredores y me uní a grupos que salían los fines de semana. Me di cuenta de que no solo estaba entrenando el cuerpo, sino también cultivando una nueva forma de entender la vida: más disciplinada, más introspectiva, más enfocada.
En 2003 corrí mi primera maratón en Chicago. Estaba mal preparado, como muchos novatos que creen que con 20 kilómetros semanales es suficiente para enfrentar 42. Sufrí todo lo que se puede sufrir en una maratón: deshidratación, calambres, fatiga extrema. Pero crucé la meta. Y lejos de desmotivarme, la experiencia me marcó profundamente. Supe que quería volver a hacerlo, pero esta vez bien preparado.
Desde entonces, he corrido decenas de maratones alrededor del mundo. He enfrentado climas extremos, lesiones, madrugadas duras y entrenamientos exigentes, pero nada se compara con la satisfacción que siento al cruzar una meta. Correr me ha regalado un propósito, una comunidad y una forma de vida que, a estas alturas, no cambiaría por nada.
Y todo eso ha sido aún más especial porque lo he vivido con Tita. Ella también corre maratones —ya tiene las seis majors— y ha sido mi compañera de ruta en el sentido más amplio de la palabra. Entrenamos juntos, sufrimos juntos, nos reímos juntos y celebramos cada llegada como si fuera la primera. A veces corremos la misma carrera; otras, uno espera al otro en la meta. Pero siempre estamos ahí, compartiendo esto que se volvió parte esencial de nuestras vidas.
Hoy, después de 33 maratones, puedo decir que el running no solo me encontró… me transformó. Y todo empezó con esos primeros 200 metros que no pude completar. Y con Tita, que sin saberlo, me cambió la vida con una simple invitación a trotar.








